Xitle, agosto –
septiembre de 2016.
Estimado José Revueltas,
He sabido que murió usted con su enorme espíritu deprimido y
al borde de muchas enfermedades. ¿Es cierto eso? ¿Acaso puede el más insumiso y
extraordinario de los escritores libertarios deprimirse y dejarse ir? No es un
juicio. Solo una duda existencial o una renuencia a creérmelo. Puedo comprender
que este mundo mata de tristeza a los ejemplares más sensibles y conscienceros [sic]
de la especie humana.
Maestro, con el inmenso respeto que usted me provoca, me
permito escribirle una carta, aunque al terminarla, aun no sé a dónde voy a
enviársela. Usted no concebiría recibirla en algún cielo y al infierno no puedo
mandarla, pues además de que no existe tal lugar en los códigos postales, sólo
sus enemigos ideológicos o los envidiosos de su arte, podrían suponer que ahí
se encuentra usted, pagando la culpa de haber sido un escritor tan sin agente
editorial, un escritor tan lúcido, digno y original. Y la culpa de ser
reconocido silenciosamente, como con freno, muy a pesar de sus críticos,
copistas y detractores, como el mejor escritor del siglo XX en México. Pero
bueno, el asunto es otro: ¿cómo le hago llegar mi carta señor escritor?
No creo que alguien se interese en publicarla, ya que mi
nombre no figura en la sociedad contemporánea de escritores ni de becarios, y
usted podría leer mi carta publicada en algún periódico de izquierda famoso, lo
malo que no conozco a nadie en ese medio… chale. ¡Tengo la solución! La
autonomía editorialera [sic], sí, con un libro sin registro en Amazon, ni fila
de espera en Random Hause, podré ¡qué alegría! hacerle llegar a usted esta
carta mediante una publicación hecha por una editorial independiente y casi
inexistente (de la que por cierto formo parte). Sé que a usted el origen
insípido y doméstico del libro no le va a importar (he leído que usted financió
la publicación de su primera novela, Los muros de agua, en 1941), aunque espero
le agrade el resultado final de la edición de este librito que ahora mismo lee.
Por otro lado, sospecho que algunas de las cosas que quiero contarle no le van
a producir sorpresa, dada la repetición hilarante de la barbarie. Sin embargo,
siento este impulso por buscarlo, yo quiero mirar dentro de sus ojos Revueltas,
constatar esa nobleza de persona que se deja adivinar tras de su trabajo… Pero
bueno, sin más preámbulos balconeadores, aquí le va mi carta entonces.
Maestro Revueltas: No quisiera que estas letras se
parecieran a otras de otros. Me voy enterando que montón de gente ha escrito
sobre usted y sobre su obra. No quiero copiar estilos, pero no tengo uno
propio. Yo pierdo todos los concursos literarios a los que mando mis escritos.
A usted le robaron su opera prima aun en borrador en el tren de Guadalajara,
nunca la recuperó y siguió escribiendo. Esa anécdota me alienta a no
achicopalarme y seguir intentando publicar. Pienso que escribir debe llevarnos
a algún lugar. Sí, como usted dijo, escribir es un acto de libertad, la
escritura debe ser respetada, tomada en serio por el escritor, pero no a
personal: la escritura es un don social, a nadie pertenece, es como el habla,
es de todos. La escritura es un regalo del jaguar que en la piel lleva los
signos primigenios. Los escritores artistas como usted, no son los que
complacen, ni los que venden la literatura, ni los que distraen o entretienen,
sino los que dicen aquello que es de todos porque es memoria, pero lo dicen a
su manera, a según lo que les pasó en su vida. Los escritores que responden a ese
oficio de artistas, son los que viven en la esfera de su historia, no en la
esfera de su eguito, los que alcanzan a entender que la literatura es praxis.
De tal suerte, ésta es la carta más difícil de mi vida; en tiempos de mensajes
electrónicos y emoticones, escribir una carta dirigida a un cartero conocedor
de todos los domicilios de la palabra, es para mí, una alta responsabilidad,
aunque también es una osadía. ¿Cómo escribirle a un escritor tan poeta? ¿Qué
decirle y para qué?
Tampoco quiero ser solemne. Simplemente, le escribo una
carta porque me da miedo acercarme a usted y decirle de frente el mensaje que
tengo que darle. Ya antes me he hecho amiga, o medio novia de otros escritores
muertos, pero con usted no me atrevo, me inhibiría. Los que lo conocieron bien,
dicen que usted era muy humilde o transversal en su trato con los demás. Dicen
que era amigo de Pablo Neruda y que usted, por respeto, nada respondió al poeta
austral, cuando este lo cuestionó por su novela Los Errores. Dicen que usted no
era engreído a pesar de saber que era un genio. En eso nos identificamos usted
y yo, digo, en lo igualitarios, no vaya a creer que soy una igualada en lo
genial. De todos modos, no creo que me fuera yo a atrever a abordarlo a usted
en alguna esquina del capítulo tres de su novela Los errores, publicada cuatro
años antes de que yo naciera, en 1962. Novela que por estos días estoy leyendo
con cada vez más asombro. Sus estudiosos dicen que Los errores es la mejor.
También leí que a causa de la publicación de esta obra usted fue expulsado del
Partido Comunista Mexicano, y eso, en todo caso, me parece un hecho fascinante,
que lo desmarca de toda postura rígida, vertical, estalinista a la época, y lo
define como libre pensador, luchador congruente y autocrítico, que no persiguió
poder ni protagonismo. Libre pensador que cuestionó el orden de las cosas y por
eso fue a parar varias veces a prisión, incluso estuvo un par de veces en las
Islas Marías. Acabó en la cárcel por decir, por pensar, por apoyar a los
estudiantes en el 68, por izar una bandera rojinegra en pleno Zócalo de la
ciudad de México. Su sobrina, una profesora de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM, dijo en un programa acerca de su vida y obra, que, aun sin
haber pasado demasiado tiempo ahí dentro, usted salió de Lecumberri vuelto un
viejito.
Sin embargo, usted escribió en la cárcel y sobre la cárcel,
ese lugar donde estamos encerrados como monos. Usted escribió siempre con arte
y al mismo tiempo, con entendimiento de la realidad social, siempre asumiendo
la responsabilidad de sus actos, sin miedos ni tibiezas acomodaticias, sin
autocensura. Una actitud vital que debe reconocerse como honesta, clara y
ejemplar.
De todos sus biógrafos, críticos y analistas, lo que más me
ha gustado leer por erudito y sincero, es un texto de José Agustín, otro
prolífico escritor mexicano, publicado en 1967, cuando usted todavía vivía. Es
un ensayo titulado Epilogo… incluido en un libro de recopilación de la obra de
José Revueltas, en el tomo II, y que retoma Álvaro Ruiz Abreu en su antología
de textos sobre su obra, titulado Revueltas en la Hoguera, publicado, supongo
que a propósito del centenario de su nacimiento, el año ante pasado, por
ediciones Cal y Arena.
José Agustín, un tocayo amigo y colega suyo, en quien confío
después de haber leído mientras escribía mi tesis en la Tarahumara, su gran
novela, Ciudades desiertas (1982), opina que usted, junto con Cortázar, es el
mejor cuentista de Latinoamérica entera y que Dormir en tierra, es sin duda el
mejor libro de cuentos que se ha escrito en México. Opina también que sus
novelas El luto Humano y Los errores son obras maestras de la literatura en
lengua española. Yo coincido, aunque es obvio que aún no he leído toda la
literatura que se ha escrito en este idioma que por herencia colonialista es
nuestro idioma. Pero leer esas novelas referidas líneas arriba, es un viaje
fantástico y escalofriante que no creo que ninguna traducción a otro idioma
pueda traducir y que ningún lectoviajero debe perderse. Agradecí que mi lengua
materna sea el español, de la que muchos años renegué, porque así puedo leer a
mis anchas novelas como las suyas, y juntarlas en mi mente con la de Don
Quijote, por ejemplo.
Don José Revueltas:
Esta mañana he ido a un café literario de San Ángel para
encontrarme con usted. Lo esperé en una mesita bajo la copa de un árbol, un
trueno. Leí mientras tanto tres capítulos de su novela El luto humano, que fue
publicada en 1943, año en que esa novela ganó un importante concurso literario.
Parece una fecha de la prehistoria, pero no es tanto tiempo hacia atrás. Una
persona que haya nacido ese año del 43, ahora mismo puede estar vivita y
coleando con 75 vueltas al sol. ¿Por qué escribió esa novela don José? ¿Por qué
hablar del luto de unos indios mexicanos con ojos como piedras, que no saben
que están muertos, que fueron asesinados en sus esperanzas de hacer una huelga
y dirigir ellos sus vidas, que huyen de la muerte pero van hacia ella, que
velan a su muertita en un pueblo que murió primero? Yo creo que usted era un
clarividente incomprendido y pudo percatarse desde muy temprano de que los
revolucionarios habían sido derrotados, que los indios, los zapatistas, los
campesinos, no habían ganado la tierra ni la libertad por la que lucharon desde
1910 y finalmente serían enterrados vivos bajo las órdenes de un General. Usted
miró a México como un país de muertos caminando. Lo hizo en una época en la que
la Reforma Agraria parecía una política transformadora y miles de hectáreas
fueron repartidas, por efecto de las políticas cardenistas, en ejidos y
comunidades por casi todo el país a los pobres de este suelo. Ni siquiera había
cumplido 30 años cuando usted escribió esa obra de arte que preconizaba el luto
de los pueblos y de los Natividades y las Cecilias: la derrota de los trabajadores.
Lo esperé en esa mesa con el secreto deseo de que no llegara
usted por mi propio bien y, los dos lo sabemos, usted no llegó nunca. Pero
llegará algún día ¿cierto? Para disimular mi ansiedad tras dos cafés clavada en
la lectura de su libro, guardé El luto humano y saqué de mi morral una edición
de bolsillo de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, publicado por el Fondo de Cultura
Económica, librito que esa mañana me prestó Denise. Quería abanicarme un poco
con él, pero me puse a leerlo. A diferencia de El luto humano, la novela de
Pedro Páramo, publicada en 1954, es de lectura ligera y picante. También habla
de los muertos en un país de la muerte, pero carece de la belleza o la fuerza
pétrea de la escritura suya y ya ni subrayarlo, carece de la dimensión histórica
del México profundo que usted retrató en sus libros con ese mismo nombre. ¿Qué
pasó por su cabeza cuando una novela como Pedro Páramo, inspirada sin decirlo
en El luto humano, cobró éxito y reconocimiento mundial? ¿Cómo lograr la
aceptación de que las ideas son de todos, o de que ser una persona de ideas
originales implica que otros se las apropien y se pretendan ellos los
originales? ¿O cómo aceptar y celebrar simplemente que las ideas se contagian,
que también hacen camino al andar, que el Tzompantli fue primero? Pagué mi café
y quité la cafetería.
José querido,
¿Me permite queridearlo [sic]? Le escribo ahora porque hoy
rescaté de unas cajas guardadas hace años en casa de mi madre, muy empolvadas,
mi colección de cartas recibidas por correo durante algunos años de mi
juventud. Han de ser unas 200 cartas escritas a mano, papel antiguo, con sello
postal y timbres de colección algunos, mi dirección, un remitente lejano, algún
novio, la era pasada. Y de pronto cada remitente que fui revisando me trajo un
recuerdo de algo muy primitivo, la vida de estudiante, el trabajo de campo, la
certeza veleidosa de la victoria contra el imperialismo, última premodernidad
de los años ochenta’. Justo la década que usted ya no vivió, la misma década en
que caducó oficialmente un animal endémico llamado Revolución Mexicana y nos
volvieron neo liberales. Y me acordé de usted José, de la carta que le estoy
escribiendo. Así que volví a mi escritorio.
Seguí leyendo sus libros, logré vencer los obstáculos
infinitos y retomé la lectura una y otra vez. A pesar de quedar atónita y
espantada y querer escapar de sus novelas, siempre regresé. Aunque en el inter
requerí hacer lecturas de tipo más ligth, para sacudirme sus imágenes grotescas
y cinematográficas, fue inevitable, siempre regresé a sus libros porque en
ellos se encuentra uno la belleza y la conciencia combinadas. También porque me
sorprende su iluminación mi querido José, su manera de mirar a México, de
implicarse en los hechos, su conocimiento vivencial de la historia y su claridad
de saber que lo sabe. Por eso quería escribirle esta carta, para contarle algo
importante: que la Esperanza tiene otro nombre, ahora tiene un nombre secreto
de combate y su plantita prendió como botón florecido por los campos y las
calles. Que ya se esparce por los planetas la floración de nuestra esperancita,
la misma que albergó su enorme corazón: la esperanza de los pasos congregados,
la alegría del silencio que habla.
Quiero hacerle saber que descubrimos que no estamos muertos.
Que despertamos de la muerte tras el llamado a la insurrección, que hubo una
fecha en el calendario que marcó el símbolo de los que corazonamos [sic] y es
la del 1 de enero del año de 1994 y que hubo una geografía: Chiapas, que
iluminó las múltiples geografías continentales. Decirle que no es consigna ni
mito que Zapata vive y que la lucha sigue. Yo todo esto quiero contarle José,
que usted nunca estuvo solo. Que en este momento yo leo sus palabras y siento
con usted ese dolor de sollozos eternos. Es un dolor que sigue vivo, él si más
vivo que nunca ese dolor, el dolor de la tierra y de las madres, el dolor por
la muerte de su semilla germinada. Entonces, fue otra fecha en el calendario:
la del 26 de septiembre de 2014, en un lugar llamado Ayotzinapa. Ahí sí,
mutamos. Después de esa noche, no hubo vuelta atrás, de tanto dolor, el muerto
despertado que éramos, al fin resucitó.
Sí José, le vengo a comunicar con esta misiva que aquí sigue
la yunta andando y que usted es uno de los fecundadores de esta actual
revolución que no parece tener cuerpo definido de ningún animal conocido entre
las especies como entre los alebrijes. Y sin embargo, movemos el esqueleto,
estamos haciendo la revolución… claro, ahora esa palabra está desprestigiada,
sobre todo desgastada, institucionalizada. Lo de hoy es algo sin nombre, aun en
gestación, usted es ese ojo solitario en medio de la noche, irradiando unas
ideas que hasta hoy alcanzamos a comprender y que nos dan pistas y claves para
inventar la nueva palabra-práctica del porvenirahora.
Usted me dará la razón porque es capaz de sentir la
naturaleza de lo auténtico, porque, según su propio verso, usted tuvo la
juventud llena de voces, de relámpagos y de arterias vivas… No podemos estar
equivocados, esta lucha es por la vida, no por un Estado o un poder o un cacique,
sino por la vida de todo lo vivo que hay en nuestro mundo. Y aunque no estamos
muertos, somos invisibles. En la guerra de hoy, la que venden y fomentan los
imperios armamentistas, los enemigos son pura retórica ideológica, son tan solo
parte de las películas de Hollywood y del discurso político de la cúpula de
Washington, pero no son parte de los juegos reales de poder de los beliócratas
[sic]. Los pueblos organizados ya no somos los enemigos del capitalismo, pero
si hay un enemigo para los pueblos y ese enemigo es la guerra. Y la guerra es
nuestro sistema mundo; la guerra mueve la economía y hoy, todos somos el
enemigo en cierto sentido, porque participamos de la economía de guerra, aun en
pequeñísima escala. Al menos una chispa capitalista incendia una molécula de
aire dentro de nuestro cuerpo y nos hace creer que este estado vegetativo es la
onda y vacíos y amargados, nos convertimos en enemigos de nosotros mismos.
Usted me dice que la tenemos difícil porque el enemigo
externo ha muerto y ya no nos podemos hacer patos. Hoy, el enemigo no es más
que un objeto de consumo para los noticieros del horario estelar. Hoy un nazi
hace legítima campaña electoral por la presidencia gringa y el gobierno mundial
le permite el desplante de venir a México a sostener reunión privada con quien
atiende en Los Pinos. Que diría usted si viera que hoy el capitalismo
transforma en mercancía hasta las luchas anticapitalistas, que las identidades
se compran, que han clonado al pensamiento crítico y le han puesto código de
barras. Qué pensaría José de que hoy, las armas y las drogas son las mercancías
más lucrativas de las democracias, que los muros cotizan en la bolsa, que los
fascistas se reivindican autónomos y quieren represión libre de Estado.
Camarada Revueltas, en las primeras décadas del siglo XXI, o nos escapamos por
entre las grietas o dejaremos de existir.
Sí que la tenemos difícil maestro, pero aquí estamos, como
diría John Holloway, viviendo en un mundo que todavía no existe. Aquí estamos
los muertos que aprendimos a besar, como un libro salvado del mar,
parafraseando una canción de Silvio. Aquí estamos los muertosrenacidos sin más defensa que las palabras sintetizadas en
la rebelión. ¡Existimos! Usted no está solo en su muerte triste José Revueltas,
ya se lo dije. Aquí hay muchos ojos y palmas de mano. Nos reconocemos. La
muerte está enamorada. Usted está con nosotros.
Pepe,
Espero que no te moleste si te hablo de tú. José, desde que
te leo, te veo por todas partes, en el nombre y los renglones de algún poema de
José Emilio Pacheco, en la primera frase de una novela chingona de Roberto
Bolaño, en los relatos sobre la identidad nacional de varios escritores
laureados. Los mexicanos somos revueltianos
aun sin saberlo, y no solo en la literatura, también en la imaginación musical.
Los escritores mexicanos y aun ciertos latinoamericanos del boom, son revueltianos, aun sin quererlo, o sin
decirlo, o sin haberte leído, vaya. Descubrir esto me tranquiliza y me
precipita a seguirte escribiendo tras leerte José Revueltas. Decirte que ayer
pensé en llamarte, mientras caminaba yo entre magueyes, en la última frontera
chilanga de comuneros de San Bernabé, en lo más alto de un cerro alto. Quiero
platicarte lo que aprendí en la cumbre, que hace algunos 100 años, los
familiares de los milicianos que lucharon bajo bandera zapatista en la
Revolución, poblaron estas cadenas montañosas de Los Dinamos en una orilla de
la ciudad de México. Muchos de esos campesinos urbanos fueron tlachiqueros y harta gente venía de
lejos, buscando el buen pulque de estos comuneros. Hoy solo queda uno solo, don
Chalío, el único ermitaño que raspa los magueyes y produce orgulloso la bebida
de los dioses antiguos en medio de la subasta de las tierras y la privatización
del agua más dulce que existía. Y quiero hacerte notar que resistencias hay y
muchas, por todos los rumbos de este país. Nos van a partir la madre. Quizá lo
sabemos de antemano. Pero como te decía renglones antes, la Esperancita ha
crecido, imagínatela con un pasamontañas de las montañas de Chiapas. Chaparrita
y muy flaca. Su mirada es definitiva, inteligente, los ojos rasgaditos. Adentro
la vida. Destellan. Esos destellos del color de la tierra, nos pusieron a
germinar en lejanas latitudes la posibilidad de la revuelta. ¿Cómo podríamos no
ser parte del movimiento de unos poetas que nos comparten su lucha de maíz y
tortillita? Sí, yo te veo entre ellos José, los zapatistas de Chiapas: humanoas
lanzando versos, luces, bengalas, ideas y dignidad, cubiertos los rostros para
ser vistos, destellando. Te vi y sentí deseos de seguirte y de seguirte
escribiendo. Pero esto es todo. Ahora me despido José, solo me queda contarte
que el otro día escuché tu voz, un pequeño reportaje que encontré con google,
sobre tu hermano Silvestre, en el que en un fragmento tú lo recordabas y
hablabas sobre su música. Eras tú mismo, como en las fotos icónicas de ti
mismo, de lentes con grueso armazón, con el pelo lacio y larguito y la barba
bicolor que acariciabas constantemente. Pero tu voz era nueva para mí que nunca
antes te había escuchado con atención. Tu voz no correspondía a la imagen
acústica que me había hecho de tu manera de hablar, tras buscarte
delirantemente en tu manera de escribir. Supe por el tono bondadoso de tu voz,
que algún día, cuando acudas al café en el que estaré leyendo tus poemas
publicados post mortem, podré abordarte sin temor a interrumpir tu paso, con
tal de que me dediques algunas miradas y sonrisitas como canto irrevocable.
Y bueno, para cerrar con alguna frase muy mexicana te digo:
Gracias por todo maestro, por tu ejemplo, por escribir como si rezaras, por
estar aquí, tú también, muerto de vida eterna, amén a tu literatura que es
camino y es historia.
Con amor, Ana Potentino.
Fotografía de José Revueltas. |